Reseña publicada originalmente en la Revista Chilena de Semiótica, número 20, enero-julio 2024.

Siempre pensé que utilizar extranjerismos –anglicismos, principalmente– era algo que compartíamos con todos los países de Latinoamérica y que también España lo hacía con frecuencia. Cuando llegué a vivir a México descubrí que se usaba mucho más a menudo una gran cantidad de palabras en náhuatl, pero nunca me puse a pensar en los anglicismos cotidianos, ni a contar si son muchos o pocos. Esto cambió hace un par de años en que una amiga mexicana vino de visita a Chile y me comentó lo impresionada que estaba de que nosotros habláramos con tanto extranjerismo. No entendía por qué, si es que estamos geográficamente tan lejos de Estados Unidos. Eso la llevó a pensar en su propio país y cómo en México, con una frontera tan extensa como la que tiene con Estados Unidos –más de 3 mil kilómetros– esto no es algo común. Allá todavía se dice centro comercial y no mall, ir a una tienda y no al kiosko, super o minimarket. Le hacía mucha gracia que nosotros dijéramos con tanta familiaridad break y no receso, bullying en vez de acoso, y otro sinfín de expresiones como deadline, delivery, underground, establishment, zapping, etc.
Lo segundo que le pareció digno de un análisis sociológico fueron las celebraciones. Cuando yo era niña, en el Chile de los ochenta, casi nadie celebraba Halloween en el sentido estadounidense de ir a pedir dulces o romper huevos en las casas de la gente. Mis papás siempre me dijeron que era una festividad gringa y que eso no era parte de nuestra cultura, que nosotros conmemorábamos el día de todos los santos. Pero en estas contradicciones festivas, nunca escuché que les molestara cantar el cumpleaños feliz o que esperáramos al viejito pascuero, entonces en mi cabeza de niña estas fiestas eran muy chilenas. Fue mi amiga mexicana la que me comentó lo raro que era para ella que nosotros cantáramos el happy birthday en versión chilensis o que creyéramos en el viejito pascuero, que no es otro que el mismo Santa Claus. En México se cantan las mañanitas para los cumpleaños y en navidad vienen los Reyes Magos; en Colombia el que trae los regalos es el niño Dios, no Santa. Yo realmente no me había dado cuenta de lo extranjerizados que estamos y en tantos sentidos. Entonces, cuando ella me preguntó la misma interrogante que se hace el autor de este diccionario, ¿por qué usamos tantos anglicismos?, mi primera respuesta fue decirle que somos un país snob. En un país en el que la mayoría de la población no habla inglés porque tenemos pésima formación en idiomas desde el colegio, pareciera que usar los anglicismos nos hace más cool.
Después de leer este diccionario, asumo que el autor tiene respuestas mucho más inteligentes y desprejuiciadas que la mía. Una de ellas es que a veces ni siquiera nos damos cuenta de lo que estamos diciendo. Utilizamos las palabras sin saber de dónde vienen, cuál es su origen. Las tenemos tan vinculadas a nuestro lenguaje que no nos ponemos a reflexionar sobre su etimología o si son usadas en otros lugares. Café y todas sus variantes, por ejemplo. Chef, remake, slogan, pijama… las tenemos tan incorporadas que incluso castellanizándolas nos sentiríamos completamente ridículos. Nadie dice disc jockey en lugar de DJ, o clicar o cliquear por clic o armario en vez de closet, porque, aunque la palabra armario no entre en la categoría de ridícula, suena muy anacrónica.
Entonces, lo primero es que no lo hacemos por snob, como yo hubiera pensado, sino por costumbre, sin ningún juicio en ello, sin darnos cuenta. Lo segundo, por economía del lenguaje. Jean Contreras lo explica muy bien en la introducción, “Una de las ventajas del anglicismo es que en algunos casos la palabra es más corta, en una sola voz se incluyen varias, o incluso, alguna frase, esto es vital para la eficiencia y rapidez de las plataformas digitales”. Esta explicación es pertinente y se entiende perfectamente, sobre todo en el contexto de quienes trabajan en comunicaciones. También el autor del diccionario nos da muchos ejemplos al respecto: app en lugar de aplicación o catering, que sería muy largo de explicar como el servicio que se ofrece en fiestas o eventos y del que, por cierto, no tenemos un equivalente en español así de conciso. ¿Cómo explicamos baby shower? Es mucho más sencillo y rápido usar este anglicismo que decir “te invito a la fiesta de mi hije que todavía no nace y tienes que traer regalos para la guagua y además vamos a hacer juegos alusivos al tema”. Por supuesto baby shower es un acierto en ir al grano, al menos hasta que encontremos una chilenización.
Hay más razones de por qué utilizamos tanto extranjerismo –y anglicismo, en específico– pero ahora me quiero centrar en la importancia de este diccionario. Desde el título se nos advierte que está enfocado en facilitar la tarea de los creadores digitales, pero, en realidad, este documento es un aporte a la cultura general y, por lo tanto, cualquiera puede y debería tener acceso a él. Efectivamente, conocer estas palabras y expresiones es fundamental para quienes trabajan en este mundo del periodismo, las tecnologías, los medios digitales, sin embargo, este no es un diccionario pensado sólo para creadores de contenido o para boomers. En sus páginas encontramos palabras extranjeras que usamos a diario, que usamos todos, que usamos mal o usamos bien, que deberíamos utilizar mejor o cambiar por su españolización y, sobre todo, es un texto del que podemos aprender muchísimo. En lo personal no sé de perros y me quedé impresionada con la cantidad de razas que hay con nombres extranjeros, y me quedó muy claro cuál es cuál con los ejemplos que da el autor. Ahora sé que Lassie era una collie, por ejemplo; que los San Bernardo tomaron el nombre del hospicio de Grand San Bernardo ubicado en Suiza donde fueron criados o que un rottweiler llamado Orión, por voluntad propia, en el año 1999 rescató a 37 personas en dos días en Venezuela. Este tipo de historias o anécdotas no hacen más que acrecentar nuestro acervo cultural y, así como yo aprendí de razas de perros, es un gran aporte para quienes quieren saber de ritmos, géneros musicales, bailes tradicionales y contemporáneos, como dancehall, dubstep, funk, soul, gospel, grunge, indie y muchos más.

Este es un diccionario de conocimientos varios. El autor nos cuenta de dónde surgen las palabras que hoy ocupamos de manera cotidiana, pero no se queda en ello. Nos habla acerca del uso, de las películas o libros que las han tomado como referencia. Es el caso de la inteligencia artificial, por poner un ejemplo, en que explica de dónde viene el miedo a esta tecnología y cómo el cine la ha abordado en sus tramas. O el empleo común de la palabra barbie que refiere a una mujer con determinadas características, sin embargo, menciona también la historia de la muñeca y la película que fue éxito de taquilla el año pasado. En la entrada que corresponde a brand nos relata anécdotas respecto a las marcas… que en el año 2000 a. C. los egipcios marcaban a su ganado para poder identificarlo y que para el 300 d. C. los romanos identificaban con símbolos a los productos y a los vendedores para diferenciarlos. El registro de la marca comercial Coca Cola data de 1886.
Así, tenemos un extenso diccionario cultural que nos instruye sobre razas de perros, tipos de café o alimentos, gran variedad de deportes, películas o series importantes que tuvieron alguna influencia en la difusión de las palabras, distintos tipos de música, etc. Todo eso nos hace ver el alcance de los extranjerismos en nuestra propia lengua, cómo los usamos en lo cotidiano y nos advierte del futuro. De qué manera este diccionario va a seguir en aumento, tal como ha ocurrido con un sinfín de palabras que hace diez años no conocíamos y hoy son parte de nuestra vida, nepo baby, #MeToo, selfie o retwett, conceptos nuevos que dan cuenta de los cambios sociales y/o tecnológicos y que auguran que esto seguirá extendiéndose, quizás hasta el infinito.
Rescato un último punto. Este texto es una invitación a revisar nuestra propia lengua, a establecer las equivalencias con nuestro idioma y con ello a hacernos preguntas acerca de nuestra identidad. La adopción de muchas palabras extranjeras a veces parece ser algo inconsciente, que lo hacemos por osmosis, y no somos capaces de descubrir que también tenemos o estamos generando ciertas resistencias. Nos reímos cuando escuchamos decir a los argentinos Los Beatles (léase tal cual se escribe), pero nosotros igual castellanizamos bastante. DVD, CD, HD, wifi (literal) incluso, que cada vez se escucha más que la pronunciación en perfecto inglés wifi. A los jóvenes chilenos centennials ya no les da cringe, les da cringe (así, tal como se escribe). O inventamos mezclas, como algunas que Contreras rescata. Internautividad, por ejemplo, una palabra híbrida formada por las voces castellanas internauta y actividad.
Nuestro lenguaje es tan mestizo como este continente y ahí está nuestra marca identitaria, formado de lo extranjero y lo autóctono, dejándonos permear y a la vez echando raíces. Esta conclusión me hizo pensar en que no hemos dejado de construir el país McOndo, que imaginaran hace muchos años los escritores Alberto Fuguet y Sergio Gómez, porque en McOndo hay McDonald´s, computadores Mac y condominios, hoteles cinco estrellas, construidos con dinero lavado y malls gigantescos…” pero también es “el Chapulín Colorado, Ricky Martin, Selena, Julio Iglesias y las telenovelas…”. El gran país McOndo es mestizo, bastardo y está mucho más cercano al concepto de mega red en el que todo cabe, tal como este diccionario de Jean P. Contreras que nos lleva de tour por un Chile que se adapta a los cambios sociales, políticos, económicos, mediáticos, a través de un lenguaje dinámico, que fluye y seguirá fluyendo.
Por todas estas razones dejo la invitación a que lo lean, lo tengan de libro de cabecera y consulta frecuente; también la provocación para que cada quien incluya las entradas necesarias, todas aquellas que más temprano que tarde se irán agregando a nuestra cambiante forma de comunicarnos.
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