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Foto del escritorTamara Croxatto

Escribiendo de izquierda a derecha

Por Umberto Eco (extracto de Confesiones de un joven novelista, 2011)


A principios de 1978, una amiga mía que trabajaba para un pequeño editor me dijo que estaba pidiendo a autores sin experiencia en la novela (filósofos, sociólogos, politólogos, etcétera) que escribieran un relato breve de detectives. Respondí que no me interesaba la escritura creativa, y que estaba seguro de ser absolutamente incapaz de escribir buenos diálogos. Concluí diciendo (no sé por qué), provocativamente, que si tuviera que escribir una novela negra, esta tendría por lo menos quinientas páginas y estaría ambientada en un monasterio medieval. Mi amiga dijo que no estaba tratando de pescar novelas torpes hechas para ganar dinero, y así terminó nuestro encuentro.


En cuanto volví a casa, me puse a fisgar en los cajones de mi escritorio y recuperé unos garabatos del año anterior, una hoja de papel en la que había apuntado varios nombres de monjes. Eso significaba que en el recodo más secreto de mi alma había estado creciendo la idea de una novela sin ser yo consciente de ello. En ese momento se me ocurrió que estaría bien envenenar a un monje durante la lectura de un libro misterioso, y eso fue todo. Empecé a escribir El nombre de la rosa. Una vez publicado el libro, la gente preguntaba a menudo por qué había decidido escribir una novela, y las razones que esgrimí (que variaban según mi humor) eran todas probablemente ciertas, es decir, eran todas falsas. Comprendí que la única respuesta correcta era que en un determinado momento de mi vida sentí la urgencia de hacerlo, y creo que esa es una explicación suficiente y razonable.

Cuando los entrevistadores me preguntan: “¿Cómo ha escrito usted novelas?”, suelo cortar en seco esta línea de interrogatorio respondiendo: “De izquierda a derecha”. Creo que no es una respuesta satisfactoria, y que puede provocar cierto estupor en los países árabes y en Israel. Ahora tengo tiempo para dar una respuesta más detallada.


En el trascurso de la escritura de mi primera novela, aprendí varias cosas. En primer lugar, que “inspiración” es una mala palabra que los autores tramposos utilizan para parecer intelectualmente respetables. Como dice el viejo refrán, el genio es en un diez por ciento inspiración y un noventa por ciento transpiración. Dicen que el poeta francés Lamartine describía a menudo las circunstancias en las que escribió uno de los mejores poemas: aseguró que le había llegado completamente compuesto en una súbita iluminación, una noche que paseaba por el bosque. Después de su muerte, encontraron en su estudio un impresionante número de versiones de ese poema, que había estado escribiendo y reescribiendo a lo largo de los años.


Los primeros críticos que reseñaron El nombre de la rosa dijeron que el libro había sido escrito bajo el influjo de una inspiración luminosa, algo que, dadas las dificultades conceptuales y lingüísticas, sucedía a unos pocos afortunados. Cuando el libro alcanzó un éxito notable, vendiéndose millones de copias, los mismos críticos escribieron que no cabía duda de que yo, para confeccionar un éxito de ventas tan popular y entretenido, había seguido al pie de la letra una receta secreta. Más tarde, dijeron que la clave del éxito del libro era un programa informático, olvidando que los primeros ordenadores personales con programas aptos para redactar textos no aparecieron hasta principios de los años ochenta, cuando mi novela ya estaba en imprenta. En 1978-1979, lo único que se podía encontrar, incluso en Estados Unidos, eran esos pequeños ordenadores baratos fabricados por Tandy, que nadie hubiera usado jamás para escribir más que una carta.


Algún tiempo después, algo alterado por semejantes acusaciones informáticas, formulé la auténtica receta para escribir un éxito de ventas por ordenador:


En primer lugar, obviamente, necesita usted un ordenador, que es una máquina inteligente que piensa por usted. Eso sería una gran ventaja para mucha gente. Todo lo que necesita es un programa de pocas líneas; hasta un niño podría hacerlo. Luego hay que meter en el ordenador el contenido de unas cien novelas, obras científicas, la Biblia, el Corán, y un puñado de listines telefónicos (muy útiles para encontrar nombres de personajes). Digamos, unas 120.000 páginas. Después de eso, usando otro programa, hay que aleatorizarlo todo; en otras palabras, mezclas todos estos textos, ajustarlos un poco -por ejemplo, eliminar todas las es- para conseguir no solo una novela, sino ya una especie de lipograma de Perec. En ese momento, pulse “imprimir” y, puesto que usted ha eliminado todas las es, salen algo menos de 120.000 páginas. Tras leerlas cuidadosamente varias veces, subrayando los pasajes más significativos, llévelas a una incineradora. Entonces, simplemente siéntese bajo un árbol con una hoja de papel carbón y otra de buen papel de dibujar y, dejando fluir sus pensamientos, escriba dos líneas. Por ejemplo: “La luna está alta en el cielo / El bosque cruje”. A lo mejor lo que sale al principio no es una novela, sino un más bien un haiku japonés. Pero lo importante es empezar.

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